La triste vida, por Proshhect



Historias de Café


Ahí estaba, a sólo unas palabras de llegar a la adultez. A unas palabras de dejar la difícil adolescencia atrás y convertirme en un hombre. Eran las nueve la de la mañana de un día soleado, el verano había llegado tarde pero en esa mañana alcanzaba su máxima expresión. Ya había abandonado mi aceitoso vehículo en el taller mecánico, “pásate a las doce, seguro lo tenemos cocinado” fue lo último que escuché antes de alejarme de aquel hombre demasiado limpio, a mi parecer, para reparar automóviles. Caminé unas cuadras pensando en qué iba a ocupar las próximas tres horas. Observé a la gente pasar, como de costumbre, e imagine sus vidas y sus presentes, el porqué de sus alegrías y sus tristezas hasta que de repente, lo sentí. Sabía que algo importante tenía que pasar, que iba a ser mi decisión permitirlo o dejarlo ir. Levanté la vista y vi aquella confitería, icono si los hay de la mañana del ciudadano adulto. Siempre soñé con despertarme temprano e ingresar en la ciudad en busca de cumplir algún objetivo determinado, previo paso por algún pintoresco café. Siempre anhelé, sobre todo, la parte final. El café. En sus dos interpretaciones, el local comercial y la bebida marrón en sí. A este tipo de locales he ingresado en mis casi veinte años, pero nunca para cumplir el mágico ritual de leer el diario y beber la famosa infusión a la que hice referencia, nunca ingrese con la seriedad que merece y muchísimo menos a tomar un café, ya que mi organismo lo detesta aunque mi mente lo desea desesperadamente. Ahí esta mi persona, dividida. Por un lado la parte de mi que no quiere crecer, y sabe, que empezar a tomar café sería abandonar la infancia y asumir la adultez que tanto le aterra. La otra está lista, o eso cree, para asumir las responsabilidades y disfrutar las libertades de la vida adulta, quiere abandonar la inutilidad de la adolescencia y ser parte activa de la sociedad. Con esta guerra de opiniones desarrollándose en mi cabeza ingresé al lugar, agarré un diario y elegí una mesa con vista a la calle, me senté y espere a que se acercara la moza con la idea de esgrimir el famoso "un cortado por favor". Ahí estaba, a sólo unas palabras de llegar a la adultez. A unas palabras de dejar la difícil adolescencia atrás y convertirme en un hombre. Hice mi pedido y esperé mientras leía sobre actualidad en la edición del día anterior. La gente a mi alrededor asumió que era un adulto más, y que al igual que ellos estaba por saborear aquella bebida de la que tanto hemos hablado, lo que nadie supo, fue que no tuve el tupé. Y acompañando las medialunas… ...Pedí un chocolate caliente.