Caída

Un hilo de sangre abandonaba su cuerpo. Tirado mirando al universo, pudo ver. Pudo ver el mundo en esa nueva dimensión, desde esa nueva perspectiva, pudo verlo como nunca antes lo había visto. Oyó en el silencio algo que nunca había oído y se sintió liviano. La brisa rozó su piel y se sintió realizado. Y como el vapor abandona el agua, el pánico del comienzo desapareció, dejando en su lugar una calma nunca antes percibida. Se sintió etéreo, ingrávido. Y por ese surrealismo que envuelve a la muerte, ese instante se volvió eterno.

Séptimo grado

Me dijo que me lo iba a mostrar. Llegamos a su casa, construida por su propio padre según me contó. Me mostró los diferentes ambientes, uno por uno. La ansiedad crecía a medida que nos acercábamos a su habitación, “su cueva” como le decía. La habitación era simple, no tendría más de diez metros cuadrados, colchón en el piso, un importante desorden general y bollos de papel higiénico, utilizado para sonarse la nariz, por donde uno mire. Abrió un cajón y empezó a sacar sus tesoros, el orgullo le brotaba por los poros. Primero los libros originales de la segunda edición de Dungeons & Dragons, después, un pedazo de tela blanca, a simple vista no era nada reconocible, lo estiró y ahí entendí, era una vieja remera blanca con la bandera cubana en el medio, “traída desde Cuba” me dijo en voz baja, como para que nadie se entere. Y por ultimo, lo que había venido a ver, su objeto mas preciado. Metió la mano hasta el fondo del cajón y casi en cámara lenta lo fue sacando, era un frasco, un frasco de vidrio con tapa metálica a rosca color bronce. Lo levantó, y con piel de gallina en sus brazos me lo puso en las manos. Ahí las vi, anatómicamente intactas, sus amígdalas flotaban en alcohol.

Pabellón II

Yo casi no lo conocía, lo había visto una vez, quizás dos. Pero ahí estaba, enfrente mío, a una distancia que tornaba imposible evitar saludarlo y volvería ridículo cualquier movimiento para evadirlo. Evalué todas las posibilidades, no había manera de hacerse el boludo. Junté fuerzas, reprimí mi timidez y me acerqué.

– ¿Cómo andás Julio? – Le pregunté a modo de saludo.
– ¡Pibe! ¿Cómo andàs? Tanto tiempo – Me dijo sin contestar mi pregunta.
– Eh…acá, bien, vengo de filosofía¬ – Le dije buscando un tema de conversación que dure unos minutos para luego despedirme y redondear un encuentro casual exitoso.
– Uh filosofía, a mi me están haciendo leer un libro de Stephen Hawking– me dijo entusiasmado.
–Ah mirá que bueno…

Excitadísimo abrió su mochila, sacó el libro en cuestión y me lo puso en las manos. La rapidez de sus movimientos me desconcertó, no pude evitar mirar sus bigotes un poco extravagantes para alguien de nuestra edad. Me controlé, quité la mirada de su cara y miré la contratapa haciéndome el interesado en el asunto. Pase por alto el primer párrafo pero algo me llamó la atención en el segundo: “Entre los próximos mil años, más o menos, que según Hawking le costará a la humanidad hacer inhabitable el planeta y los mil millones de años que le tomará al sol convertir en árida a la Tierra, está siempre la posibilidad de que una supernova cercana, un asteroide o un agujero negro nos liquiden a todos”.

–Que interesante ¿no? – Le dije indicando con mi dedo índice el fragmento que acabo de leer.
–Creo yo, que se torna tan interesante, ya que los enigmas que guarda el universo son incomprensibles para nuestro carácter humano, como también lo es, en otra escala, el por qué de los pezones en el pecho masculino. La abrumadora intriga que envuelve esa cuestión mamaria deberá esperar, ya que ni Hawking tiene la respuesta –me respondió Julio con la seguridad de un maestro orgulloso.

Ese día me cambió la vida.